CELOS DE ULTRATUMBA. CAPÍTULO 2
Han transcurrido siete largos meses desde
el doloroso suceso. Cada día significa para Diana una tortura despiadada. Ni
siquiera puede cobijarse en el consuelo que Lorenzo le prodigaría en caso de
tenerlo cerca. Entre las penumbras del luto y la pasión agazapada, se debate
como un cachorro herido. Debido a que la vigilancia sombría que Daniel ejerce
desde el más allá, Diana no ha tenido más remedio que refugiarse bajo un bálsamo
etéreo. Antes de derrumbarse completamente, una amiga la había llevado a un
servicio religioso. Parecía que el tibio amparo que recibía estaba dando
resultados. A todas luces, su semblante demacrado y alicaído iba recobrando
poco a poco la chispa de la vida. Pero era tan solo una máscara que había decidido
ponerse para no dejar que el dolor trasluzca y evitar dar lástima a sus
amistades y familiares.
En el otro extremo de la ciudad, Lorenzo
sufre el agobio que le impone la distancia y, el muro de hielo que Diana alza entre
los dos, lo tiene en ascuas. Vive con las llamas de la pasión consumiéndolo. Su
carne hierve. De manera inexplicable, Diana había decidido alejarse a raíz de
la muerte de Fátima. Al principio pensó que se trataba de un shock post-traumático
por lo que dejó que el tiempo hiciera su trabajo. Sin embargo, al ver que los
días se hacían eternos sin escuchar su melodiosa voz, optó por llamarla. Nunca
hubo respuesta. También fue a su casa, pero como un ser invisible, Diana no se
dejaba ver. Entonces, atravesado por una saeta de orgullo reforzó el muro de
hielo y, al igual que ella, se aunó a la invisibilidad.
Una noche, mientras Lorenzo evocaba la
fogosidad con que se amaban, en su
vientre empezó a formarse un torbellino. Las manos ágiles trabajaron con ardor
en su excitado miembro. No obstante, cuando estaba a punto de alcanzar el
clímax, un viento helado recorrió todo lo largo que era su cuerpo.
Instintivamente, abrió los ojos y vio a una sombra escurrirse entre las
paredes. De un estirón su sexo se apagó. Se espabiló. En su nuca desnuda sintió
una caricia glacial. Un susurro tibio penetró sus oídos:
«No te acerques a Diana. ¡Es solo mía! Si
vuelves a intentarlo, ¡te abriré las tripas como a un cerdo cebado y me bañaré
en tu sangre!».
De súbito en un efecto de cámara lenta, vio
a un hombre lívido maniobrando dos cuchillos y con intenciones de acercársele.
El sudor frío le empapó la frente. Con desesperación intentó esquivarlo y cayó
de la cama. Al mirar nuevamente, el espectro ya no estaba; tan solo quedaba un
horrible hedor a muerte junto a su miedo indefectible.
Pasaron tres días y el terror continuaba
afincado en el alma de Lorenzo. Aun así, el amor por Diana en lugar de
decrecer, aumentó. Como un adolescente al que le imponen una regla, la
tentación por quebrantar la prohibición hacía que las sienes le palpitaran y
que sus genitales se hincharan. Hasta que una fuerza irresistible se desbordó y
ahogó el miedo a lo sobrenatural.
Por medio de una amiga en común con Diana,
se enteró que asistía a una iglesia que quedaba al norte de la ciudad. De
manera que un sábado acudió vestido impecablemente, enfundado en una elegante
leva azul y dejando por donde pasaba un agradable aroma varonil. Al entrar, barrió con su mirada las hileras de
bancas atestadas. Y allí, en la segunda fila del lado derecho, se encontraba
Diana con su larga cabellera de un negro brillante y que bajaba delicadamente
por su espalda erguida. Por breves segundos vaciló. Se quedó parado en un
rincón sin despegar la mirada ansiosa de su amada. Ella debió sentir los ojos
clavados en su nuca como una pluma de ave haciéndole cosquillas. Se volteó.
Mutuamente se dispararon miradas de admiración y de pasión. Aunque al verlo, el
rostro de Diana palideció, a Lorenzo le pareció una deliciosa sílfide a la que
quería poseer como lo había hecho en muchas ocasiones antes de que la muerte de
Fátima los separara.
Una vez que terminó la misa, un mar de
gente se agitó de aquí para allá y luego se volcó con ímpetu hacia la salida.
Sin embargo, Lorenzo no perdió de vista a Diana en ningún momento. Ni ella a
él. Ambos se abrieron paso entre la multitud y el muro de hielo se derritió al
instante. Sin importarles el lugar ni las miradas acusadoras, se fundieron en
un abrazo prologando. Sus labios se unieron y crearon un infierno que ni cien
bomberos podrían apagar. La pila de agua bendita parecía fluir en sus lenguas. Un
incesante carraspeo apaciguó tal vehemencia. Sin pérdida de tiempo salieron de
la iglesia con los rostros brillantes.
Cogieron un taxi para dirigirse al
departamento de Lorenzo. Durante el trayecto los besos y las caricias no dieron
tregua al embelesado taxista. Entre las turgentes muestras de afecto, las
palabras asomaron con timidez:
—No tienes idea de cuánto te he extrañado
—dijo Diana con la voz temblorosa.
—Sí que la tengo, porque cada día, tu
silencio y tu rechazo me han lastimado mucho. Pero no te voy a reprochar nada.
Solo quiero recuperar el tiempo perdido.
Y eso fue precisamente lo que hicieron una
vez que llegaron al departamento. Tumbados sobre las arrugadas sábanas, se
ahogaron en un tsunami de tórrida pasión.
Sin haberse contado el uno al otro las
respectivas experiencias sobrenaturales que tuvieron, vibraron y gimieron de
placer, olvidándose por completo de la amenaza fantasmal. Las horas
discurrieron como liebres.
Después de amarse hasta la saciedad, como una
tortuga, los segundos se estancaron cuando oyeron un agudo chillido acompañado
de un ventarrón claustrofóbico. Y es que la única ventana del dormitorio estaba
cerrada al igual que la puerta. Desnudos y empapados de sudor, se miraron con
terror. Ambos supieron que no necesitaban darse explicaciones, que el uno había
padecido lo mismo que el otro. Se abrazaron trémulos. El chillido se incrementó
y el vello en todas sus zonas, se les erizó.
La puerta cerrada comenzó a zarandearse
estrepitosamente. También la única ventana traqueteó. Lorenzo en un intento por
sobreponerse del susto, se levantó de la cama sin apartar la mano derecha de la
cabeza de Diana, como intentando calmarla. En micromilésimas de segundos una
figura humana transparente apareció y desapareció a espaldas del hombre. Diana
gritó dejando a la intemperie sus rojas amígdalas. A lo que Lorenzo inseguro inquirió:
—¿Qué viste amor?
Ella con el rostro desencajado por el
pánico no tuvo voz para responder. Lo único que hizo fue temblar como gelatina.
Después de haber mitigado los ruidos de puerta y ventana, también el pavor de
ambos fue capturado por el autocontrol. Diana recuperó la acción de las cuerdas
vocales y entre sollozos susurró:
—¡Era Fátima! ¡Era mi hija! ¡El maldito de
Daniel se la llevó! Sus celos de ultratumba no van a dejarnos en paz.
Lorenzo estaba desconcertado. No halló
palabras de consuelo porque la dubitación entre bajar al infierno para fustigar
el odio de Daniel o subir las escaleras del cielo para pedir ayuda divina lo
cercaba. Su inexperiencia en asuntos sobrenaturales era vacua.
C O
N T I
N U A
R Á
Si la historia les gusto, les pido que dejen sus mgs y comentarios en mi página de facebook a la cuál podrán acceder haciendo click aca. Mil gracias a Alejandra Sanders de Cuentos de terror y profecias por escribir esta historia conmigo.
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